No cabe duda que la inteligencia artificial abandonó el espectro de la ciencia ficción y, ha venido para quedarse, para adentrarse definitivamente en nuestras vidas, y, aunque todavía nos hallamos en una fase muy incipiente, está llamada a protagonizar una auténtica revolución equiparable a la provocada con la irrupción en nuestras vidas de Internet y de las redes y plataformas sociales e incluso superándola.
Las aplicaciones de la inteligencia artificial en múltiples sectores —salud, finanzas, transporte o educación— han provocado que la Unión Europea desarrolle sus propias Leyes de la Robótica. Por ahora, Chile, es el único estado sensible a los acontecimientos, al partir como país pionero en la regulación de este campo , tras anunciar un proyecto de reforma para incluir los neuroderechos en su Constitución.
Como sabemos, la inteligencia artificial (IA) se refiere a los sistemas o las máquinas que imitan la inteligencia humana para realizar tareas y que tienen la capacidad de mejorar iterativamente a partir de la información que recopilan. La IA contribuirá a que nuestra fuerza laboral evolucione. Las capacidades crecientes de los robots y la IA reemplazarán una gran variedad de trabajos actualmente realizados por humanos. La Inteligencia Artificial (IA) es la combinación de algoritmos planteados con el propósito de crear máquinas inteligentes que presenten las mismas capacidades, las funciones cognitivas, de los humanos.
Los prodigiosos avances en neurociencia, en las disciplinas científicas que estudian el comportamiento del cerebro y buscan fundamentos biológicos a la conducta del ser humano, han dado vida a los denominados, neuroderechos, cuya finalidad es protegernos de posibles abusos e injerencias. Es decir, preservarnos de las amenazas que representan los imparables avances de la ciencia afrontando los retos de esa evolución.
La neurociencia, para los juristas, constituye un desafío apasionante porque se trata de una herramienta revolucionaria que nos ayudará a conocer e incluso prevenir, las causas por las que las personas infringen las leyes y cometen delitos. Ahora bien, también constituye una seria amenaza ,ya que si se puede llegar a manipular el cerebro desparece la libre elección del ser humano.
Asistimos a avances que están cerca de poder saber cómo controlar las emociones e identificar los pensamientos o acceder a nuestra memoria mediante el proceso de decodificación de la actividad cerebral.
Estamos, pues, ante un riesgo no quimérico o potencial, sino real por las relevantes implicaciones éticas de tales avances.
Desde luego, son de elogiar los laudables objetivos de las investigaciones de la neurociencia en cuanto a saber que se esconde tras enfermedades como el Alzheimer, el Parkinson, la epilepsia o la esquizofrenia y procurar la curación de las mismas, o prevenirlas y evitarlas.
Sin embargo, de la misma forma que con el neuromarketing, significadamente en el terreno de la publicidad, se puede condicionar y redirigir nuestro comportamiento como consumidores, y, ello debe corregirse, cuando puede ser perjudicial para nuestra salud, en el caso de los avances de la neurociencia, ante los riesgos de manipulación, resulta indispensable establecer, como contrafreno,los neuroderechos, tales como el derecho a la identidad personal, es decir, establecer límites que impidan y prohíban a las nuevas tecnologías alterar el sentido del yo, entendido como el derecho inalienable del individuo a mantener su propia autonomía personal; el derecho al libre albedrío, esto es, garantizar que las personas podamos tomar decisiones libremente, con plena autonomía de la voluntad, sin estar expuestos a condicionamientos ni manipulaciones por las neurotecnologías; derecho a la privacidad mental que tiene su paralelismo con la protección de datos, es decir, evitar que cualquier dato obtenido del análisis y medición de la actividad neuronal pueda ser utilizado sin el consentimiento del sujeto, así como impedir la transacción y el uso comercial de dichos datos; derecho al acceso equitativo al aumento de la neurocognición; se trata con ese derecho de garantizar que ese aumento cognitivo sea accesible de forma igualitaria y equitativa y no quede reservado a un segmento privilegiado de la sociedad, originando castas diferenciadas y abriendo brecha desigualitaria; derecho a la protección contra los sesgos de los algoritmos, es decir que los conocimientos adquiridos con la neurociencia no establezcan trato discriminatorio ni distinción por razón de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.
Se trata, en suma, de garantizar con los neuroderechos que nuestra mente no esté expuesta a la manipulación y que la privacidad de nuestros pensamientos y nuestras neuronas no quede al descubierto, es decir, sea vulnerada.
Bienvenida, pues, la revolución de la neurociencia pero siempre que sea debidamente controlada a fin de no generar más desigualdad social y ahondar la brecha social.
La información disponible en nuestro cerebro no puede ser utilizada con fines ajenos al interés general de la humanidad. Es preciso encontrar el punto de equilibrio necesario entre la innovación tecnológica y la legislación respetando siempre los derechos humanos que no deben quedar en almoneda.
José María Torras Coll
Sabadell