Hubo un tiempo, antes de la globalización, en que el único chinatown existente en Cataluña era el delimitado por las calles Conde del Asalto y Robadors de Barcelona, y no eran precisamente bazares de baratijas el tipo de negocios que allí se explotaban.
Cierto que ya existía el top manta, aunque en unas dimensiones muchísimo más modestas de las que ha alcanzado en la actualidad gracias a la guerra por otros medios consistente en la inundación del mercado local con productos internacionales falsificados y cierto también que ya se había decidido que China fuese la fábrica del mundo, pero aún así, todavía entonces los falsificadores de marcas seguían siendo producto nacional.


En aquel procedimiento penal abreviado el Ministerio fiscal acusaba a un determinado individuo de un delito contra la propiedad industrial solicitando una pena de tres meses de arresto mayor, multa de un millón de pesetas, así como, en concepto de responsabilidad civil, indemnizar a la sociedad mercantil perjudicada en el importe del valor de los bienes falsificados.
El hombre tenía un pequeño negocio de lavandería industrial donde se procedía a la fase de lavado a la piedra para su envejecimiento artificial de una determinada marca internacional de pantalones tejanos, nada barata. La marca lo había cogido a prueba sólo para eso, para el lavado y envejecido de los pantalones ya confeccionados de los que la marca le proporcionó varias docenas, todos contados.
Sin embargo, en el acta de entrada y registro se encontraron en el local 1.865 pantalones, listos para ensamblar con sus correspondientes etiquetas, botones, ribetes, remaches, badanas y accesorios de la conocida marca, todo ello falso, a criterio de los peritos de la misma. Se encontraron también botones y remaches en cajas rectangulares y bolsas de plástico, así como diversos tipos de etiquetas, unas de cartón y otras adhesivas, y aunque a criterio de los peritos todo ello no eran sino falsificaciones, curiosamente se encontraron también ocho sellos de la marca que los propios peritos dudaban de su falsedad.
No quedó acreditado que el acusado participase en la fase de tejido de las telas, su función era la del lavado a la piedra y envejecimiento de los pantalones; tampoco se encontraron en el registro policial máquinas o útiles aptos para la confección o falsificación, a excepción de tres máquinas de poner remaches, junto con las lavadoras y secadoras, lo cual entraba dentro de la dinámica de especialización en este tipo de negocios donde en un sitio se fabrica la tela, en otro los accesorios falsos, en otro se monta el producto final y finalmente en otro se lavan para su envejecimiento artificial, actuaciones a las que más tarde se les han añadido los cortes y rasgados artificiales de la tela, tan de moda en los pantalones de chicas, que el tiempos pretéritos, donde funcionaba el principio de discriminación social por la vestimenta, «así te veo el hato, así te trato», quienes se vieron en la necesidad de vestir de esa guisa bien podrían actualmente solicitar a las marcas los correspondientes derechos de copy right.
El acusado se escudaba en que tenía los pantalones de la marca para el lavado a la piedra y que se los habían proporcionado desde un almacén, tenía además mil botones de bragueta de la marca, también para envejecerlos, así como etiquetas y badanas de esa misma marca. La marca por su parte mantenía que ella controlaba desde fábrica sus stocks, no podía ser que una persona pudiese tener tantas etiquetas, botones, badanas, y demás accesorios salvo que fuesen falsos.
En la sala de vistas en varias cajas de cartón se acumulaban las pruebas del delito, en unas, las más, los pantalones tejanos falsos ya montados y los accesorios y en otras, las menos, las varias docenas de pantalones verdaderos que la marca había entregado al acusado para su lavado a la piedra y envejecimiento. Sin embargo, como tantas veces suele ocurrir en la administración de justicia, hubo un traspapeleo, no en papeles, sino en las cajas de las pruebas, el funcionario que marcó las cajas como pantalones verdaderos y como pantalones falsificados, se confundió, de manera que lo falso aparecía marcado como verdadero y lo verdadero aparecía marcado como falso, lo que produjo, hasta que pudo ser aclarado, que los propios peritos dudaran de sí mismos, de si lo falso era verdadero o lo verdadero falso, cosa que en ocasiones sólo lo solventa la diferencia de precio.
Aunque era evidente que el acusado no realizaba todo el proceso productivo de falsificación industrial, se había consumado el tipo penal, por lo que procedía una sentencia condenatoria.