Se acabo el fasto, finalizó el hastío, con el colofón del espectáculo, con la globalizada ceremonia del mayestático funeral de Estado de la Reina llamada eterna.


La despedida de la añorada por los británicos, Lady Di, una de las mujeres más idolatradas del Siglo XX, ha sido superada con creces por la hagiografía de la difunta Isabel II, en una operación de protocolo funerario interminable que constituye una magnífica operación de marketing. De seductor turismo bobalicón que llega a abonar sumas indecentes para dar rienda suelta a su extasiada contemplación de los miembros de la realeza.
La sobreactuada cobertura informativa desplegada acerca del fallecimiento de la longeva y legendaria Reina Isabel II, glosada sin escatimar grandilocuentes titulares y desmesurados panegíricos cronológicos, pudiera, hasta cierto punto, ser comprensible en aquellos lares, de pompa, boato y ceremonioso ritual, de detallado y pulcro protocolo, de secular y arraigada tradición monárquica, pese a que, llama poderosamente la atención que, en una sociedad caracterizada por su exacerbado puritanismo, para su sucesor a la corona, el mejor regalo póstumo de la finada, puede haber sido bendecir con el báculo a Camila Parker, en su tortuoso tránsito de intrusa amante del Príncipe, ahora Rey Carlos III, con mayor edad probablemente de la reciente historia, convirtiéndola en flamante
Reina Consorte, bajo la alargada y sempiterna sombra de la icónica y mítica Lady Diana, fallecida en un accidente de circulación rodeado de extrañas circunstancias nunca esclarecidas.
Más sorprendentes resultan las innumerables
muestras de papanatismo mediático, amenizado con trompetería televisiva y periodística sobre la muerte de la nonagenaria, Isabel II, dispensadas en España, donde la monarquía no goza precisamente de demasiado predicamento, encandilando a los espectadores, atrapados por el complejo ritual barroco y fatuo formado alrededor del exuberante deceso real y rindiendo admiración a una nación
que históricamente fue acérrima enemiga, que combatió contra la Armada Invencible y que no es precisamente un fiel e incondicional aliado, al mantener el largo conflicto sobre la soberanía de Gibraltar.
Si el audaz, valiente y maltrecho almirante, Blas de Lazo, levantase la cabeza.
José María Torras Coll
Sabadell