¿Y con el perro qué hacemos?
Se habían conocido tres años antes en una torre de Sant Cugat del Vallés, donde una empresa de enventos organizaba encuentros entre grupos de hombres y mujeres de cierto nivel profesional con la idea que de allí surgiesen parejas estables. Ellos solían rondar los 35 o más años y solían ser hombres formales y aburridos que ya estaban bien asentados en sus respectivas profesiones y ahora buscaban compañera. Ellas tenían un elemento común denominador, en general eran más jóvenes y competían entre sí en guapura, pero carecían de estabilidad profesional, las que tenían profesión, que no todas la tenían.
En el caso de autos la situación era la excepción, aquí el guaperas era el hombre y la asentada en su profesión era la muchacha, cirujana dentista, que a base de trabajar 14 horas diarias había conseguido ganar un buen dinero que había invertido en la compra de varios bloques de apartamentos en primera línea de mar en una zona turística de una de las Islas Canarias. Quizás la chica debería haber sido más discreta a la hora de hablar de sus éxitos profesionales, posiblemente entonces ni hubiese habido el rápido matrimonio, ni el casi tan rápido divorcio.
Aquel invierno hizo mucho frío en Barcelona y Su Señoría iba de gripazo en gripazo, pero no por el frío, sino por lo miserable del tamaño de la sala de vistas, no más de 8 metros cuadrados donde se amontonaban junto al juez, los dos litigantes, los dos letrados, los dos procuradores, la oficial habilitada y la agente judicial, así como los testigos y peritos que iban entrando y saliendo de uno en uno; bastaba que alguno estornudase para que el virus de la gripe campase a sus anchas.
Entraron los litigantes y Su Señoría con un rápido vistazo a ambos se hizo ya la idea de lo que iba a sentenciar. La muchacha, debía de haber sido mona, pero 14 horas diarias “arreglando bocas” como ella decía, y un matrimonio fallido, le habían pasado factura y se la veía ajada. Él, en cambio, estaba en perfecto estado de revista, alto, bien parecido, el pelo largo y engominado repeinado hacia atrás, una chupa de cuero sobre una camisa desabotonada hasta el ombligo; en fin, tenía el aspecto propio de un auténtico chulo piscinas, pero de una época anterior que ya no existe.
Mientras la chica trabajaba 14 horas diarias “arreglando bocas”, él, que decía tener estudios de economía, es decir, que no había acabado la carrera, se autonombró administrador de los ingresos e inversiones de ella, e incluso se puso a sí mismo un sueldo. La ceguera que produce el amor, sumada a las 14 horas diarias “arreglando bocas”, conllevó que la esposa no se percatarse de a qué dedicaba su marido el tiempo libre y en qué se gastaba el dinero que ella ganaba con el sudor de su frente en complejas operaciones maxilo-faciales. Al final a la muchacha se le cayó la venda de los ojos, y unas amigas le contaron cuáles eran “las costosas inversiones” en las que estaba metido el marido, en sendos locales, los cuales tenían por nombre comercial el mismo nombre y número de la calle de Barcelona en el que prestaban sus servicios.


De esta unión no hubo descendencia, el esposo pedía para sí una pensión compensatoria que, conforme a la ley, le permitiera mantener durante el divorcio el mismo nivel de vida del que había gozado constante matrimonio. Dados los ingresos de ella, la cifra solicitada era abultada, teniendo en cuenta además que él carecía de propiedades, de trabajo y de ingresos de cualquier tipo. Su Señoría pensó que algo habría que darle como pensión compensatoria, pero en tales circunstancias, con un matrimonio que no había durado más de tres años, la cantidad sería ponderada y durante un año, tiempo suficiente para que un hombre como él pudiese encontrar un trabajo u otra víctima.
Y entonces ella dijo:
¿Y con el perro qué hacemos?.
¿El perro?, preguntó Su Señoría sorprendido.
Y la chica insistía: Que se lleve el perro, que es suyo y yo no lo quiero en casa.
Y el hombre: Yo no tengo casa donde poder tener al perro, que se lo quede ella.
Y ella: El perro es suyo, que se lo lleve.
Y la agente judicial: Señoría, el perro está fuera, en la zona de los ascensores.
Y Su Señoría tomándose el tema a risa: Pues nada, esperen ustedes aquí, que voy a entrevistar, digo, a ver al perro y luego decidiré.
El perro no era un perro, era un perrazo casi de grande como un pony. Su Señoría pensó que con lo que cuesta el cuidado y alimentación anual de un animal así, seguro que se pueden mantener varias familias numerosas en el tercer mundo.
La resolución del juez sustituto concluyó que puesto que ambos cónyuges estaban sometidos al régimen económico matrimonial de separación de bienes de Cataluña, y acreditado que la propiedad del perro, que no es una persona ni una cosa, sino un semoviente, pertenecía al esposo que fue quien lo compró, era éste quien había de hacerse cargo del cuidado y manutención de su propiedad y se le daba el plazo de una semana para que, junto con el resto de sus pertenencias personales, sacase al perro, a su costa, del domicilio conyugal.
Hasta entonces no se había visto en los juzgados de familia de Barcelona que el perro o perros también formasen parte del proceso matrimonial.