La semana anterior habían ocurrido en Madrid los hechos del 11-M en la estación de Atocha, a partir de los cuales el país inició la cuesta abajo que aún sufrimos. Entre las bodas a celebrar ese día en el registro civil habían dos con cierto paralelismo, pues ambas eran de muchachas de la misma edad y nacionalidad, físicamente muy parecidas, tenían el mismo nombre de pila y ejercían la misma profesión.
Una de estas las bodas lo era entre una de estas muchachas rusas y un muchachote argentino, ambos compañeros de trabajo, sólo que él trabajaba en el “control de puerta” y ella dentro, en un elegante local en Barcelona, al lado de un hotel.


Ninguna de las muchachas que allí trabajaban tenía nada que envidiar a las participantes de los concursos de miss universo, por eso los precios no eran aptos para todos los públicos, ya fuera invitarlas a una copa para simplemente charlar o ya fuera acudir al hotel de al lado, pues ambos negocios estaban dedicados, casi en su integridad, a los muchos ejecutivos que visitan, a lo largo del año, los distintos eventos de la Feria de Barcelona, donde corre el dinero y donde el cierre de contratos solía celebrarse tomando unas copas y algo más a cargo de la empresa.
El segurata argentino era un tipo alto, fuerte, moreno, con el pelo largo, negro, ondulado y con un bigote y perilla que, junto con la forma de vestir, le daban el aspecto de uno de los tres mosqueteros de la novela de Alejandro Dumas.
La chica, como tantas, una belleza eslava. No habían transcurrido aún 15 años desde el derrumbe de la URSS y Europa Occidental estaba ya inundada por decenas o cientos de miles de aquellas muchachas; triste final para un imperio que en su derrota tuvo que recurrir a ese triste “trabajo” de sus mujeres jóvenes.
El segurata argentino se había enamorado de la muchacha y ambos decidieron casarse. A la boda vinieron algunas de las amigas compañeras de trabajo de ella y los amigos de él, todo era alegría en ese momento. Cuando los contrayentes se pusieron en pie para dar el sí, el juez sustituto notó que la muchacha estaba avanzadamente embarazada y entonces Su Señoría pensó que bueno, que estos matrimonios pueden funcionar bien si se rompe con la vida anterior y más ahora que están esperando un hijo.
No fue el caso, nacida la hija, ambos continuaron con el mismo trabajo, él en el control de puerta y ella dentro, ganando en una buena noche lo que el segurata ganaba en un mes de trabajo, la vida en Barcelona es cara y altas son las deudas que estas chicas tienen contraídas, en un submundo, cuyo impago no se tramita en los juzgados.
Si en la boda anterior al menos no faltó la alegría, en la siguiente la alegría era más bien forzada; la chica rusa, también una belleza eslava como la anterior pero que, a diferencia de ella, no trabajaba en un local de alto standing con precios astronómicos, por el contrario trabajaba modestamente en la carretera de entrada a un polígono industrial de los varios que hay en Barberá del Vallés.
Las condiciones de trabajo de ambas muchachas diferían en años luz. Tenían algo en común, y es que ésta también estaba embarazada; se casaba con un ejecutivo treintañero, un máster del universo, de esos que salen cada año de las escuelas de negocios cortados todos por el mismo patrón. El chico trabajaba en una de las empresas del polígono y se había convertido en cliente habitual de ella, hasta el extremo de dejarla embarazada; sería por aquello de que el roce hace el cariño, pero lo cierto es que la escena en sí era más bien triste; sólo cuatro personas: los contratantes y los testigos, una compañera de trabajo por parte de ella y por parte del joven ejecutivo su jefe en la empresa.
Dado el consentimiento y cuando ya se iban, el jefe del muchacho, un hombre de unos 50 años, se acerca discretamente al estrado con la excusa de obsequiar con un puro al Juez, que no fuma, y le dice bajando la voz: “Esto es un error, este chico ha tirado su vida al cubo de la basura, ¿no habría alguna posibilidad de anular esto?”. A lo que el Juez sustituto contestó: «contra el amor, nada podemos que hacer».
Su Señoría nunca más supo de esta pareja, pero sí supo de la primera, pocos meses después.
Celebrando vistas en un juzgado de familia, entre los documentos de uno de los expedientes le llama la atención ver su firma y sello en la certificación del acta de matrimonio y piensa: “pero si a estos los casé yo mismo poco antes del verano, ¿qué habrá pasado?”, echa un vistazo al expediente y se encuentra con varias denuncias por malos tratos, agresión con una katana, el chico que está en prisión preventiva, que además le han retirado varias armas de fuego y otras armas blancas que ilegalmente poseía. El Juez se dirige a la funcionaria: “dígale a la chica que pase a mi despacho que quiero ver quien es, sólo por curiosidad, pero que no se asuste que no pasa nada».
Entró la muchacha con su madre, a la cual se había traído de Rusia, el Juez sustituto tuvo una breve conversación que inició la propia chica diciendo: “usted me dio el libro de familia”, cierto, en el momento de la firma el Juez con cierta solemnidad les hacía entrega personalmente en mano del libro de familia, momento que aprovechaban los fotógrafos, pues esa foto nadie la rechazaba, tal es el valor que los extranjeros daban a un libro de familia español, instrumento que acreditaba quién eras y quienes son tus padres y tus hermanos, instrumento que no existe en la mayoría de países y ya tampoco en el nuestro.
¿Qué pasó?, preguntó el Juez sustituto a la chica, ante al atenta y asustada mirada de la madre que no entendía el idioma.
Los celos lo volvieron loco y la empresa acabó despidiéndolo, se volvió muy violento y casi me mata, tuve miedo, él ahora está en la cárcel y ha venido mi madre desde Rusia para ayudarme con mi hija, yo no puedo dejar el trabajo.
Que tengas suerte Svetlana.