Una persona sin-cera, una persona sin-tatus.

En épocas anteriores a la nuestra donde las clases sociales estaban más marcadas que ahora, de manera que difícilmente se podía subir o incluso bajar de status, sino que lo normal era mantener el de nacimiento durante toda la vida, había signos externos que a simple vista determinaban sin temor a equivocarnos cual era dicho estatus social de una persona.

Las mujeres en el orbe cristiano, bien fuera católico o bien fuera el protestante, se distinguían entre las pálidas y las morenas, no como cuestión racial, sino como cuestión social, las pálidas eras las señoritas que no tenían necesidad de trabajar y por ello no les daba el sol; las morenas eran las muchachas trabajadoras a las que sí daba el sol en los trabajos de entonces que para las mujeres solían ser en el campo.

En el orbe musulmán, donde no les falta melanina, la diferencia entre mujeres estaba en algo que no es una imposición del Corán, sino un añadido posterior, el “Burka”, que distinguía a las mujeres nobles de las que no lo eran y de las esclavas, de manera que el cuerpo de las mujeres nobles era hurtado a la vista del común de los mortales, quedando sólo accesible para sus maridos.

Respecto de los hombres en el mundo occidental surgió la expresión  “sin cera”, era una época en la que aún no se había descubierto el botox  y una persona  “sin – cera” era una persona que no disimulaba las arrugas de su rostro a base de una solución de cera fundida  que conllevaba que las caras de la nobleza aparecieran todas iguales, acartonadas, escondiendo las verdaderas facciones de la persona, algo muy parecido a lo que ocurre con los que actualmente se estiran la piel del rostro para parecer más jóvenes, los cuales tienen todos la misma expresión facial, es decir, son inexpresivos.

Una persona  “sin tatus”, sin tatuajes, de esas van quedando pocas, “consuetudo sunt servanda”, las costumbres, las modas han de ser respetadas.

La Gran Concha Piquer que triunfaba con la copla “Tatuaje” donde un marinero decía aquello de “…mira mi brazo tatuado con este nombre de mujer…” quedaría hoy muy sorprendida al ver que eso de llevar sólo un pequeño tatuaje en el brazo con el nombre de la mujer amada es muy poca cosa, porque a lo que se ha llegado es al hombre y a la mujer cromo, a los que le quedan pocos centímetros cuadrados de su piel sin tatuar.

Los tatuadores están en la cresta de la ola, un oficio en auge y lucrativo, pues los tatuajes, de ser algo marginal entre marineros, legionarios, presidiarios y prostitutas, han pasado a ser asumidos como algo positivo e incluso sexi por gran parte de la sociedad.

No todos los tatuajes son inocentes, en el mundo del delito son el equivalente a las insignias, galones y dividas de los ejércitos, de manera que de la misma manera que un soldado sólo con ver a otro soldado sabe el rango y jerarquía del mismo, un pandillero mediante sus tatuajes manifiesta a quien sepa interpretarlos su jerarquía en la banda, su grado de peligrosidad y las “bajas” que ha producido en bandas rivales.

En el mundo de la trata de blancas, el tatuaje nos dice a que organización pertenece la chica, los traspasos de propietario que haya podido tener y por fin el último el tatuaje, el liberatorio, que acredita que ya ha saldado su deuda y vuelve a ser una mujer libre, muy parecido sistema  al que en la antigüedad y no tan antigüedad  funcionó con la esclavitud.

En el mundo previo a la civilización, los tatuajes y las escarificaciones (pequeñas heridas que se dejan cicatrizar formado un dibujo) determinaba y siguen determinando en algunos remotos lugares, la tribu a la que perteneces, de manera que al tropezarse dos individuos en la jungla o en cualquier camino, con sólo mirarse a la cara pueden  saber si son amigos o enemigos, eliminándose así riñas innecesarias y daños colaterales por “fuego amigo”.

Svetlana P. (Socióloga)

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